La luz de la luna llena en acuario


Juan y yo nos hicimos amigos el día que nos conocimos, lo vi tirado en el pasto entre los tréboles como un gigante pacífico, escuchando conversaciones con sus ojos. Desde el momento en que ese gigante se paró como una torre a mi lado sentí algo, pero no estaba segura de haber tenido ese sentimiento antes y no podía colocarlo en una categoría. No pasó tanto tiempo para que me diera cuenta que eso que sentía era una afinidad difícil de encontrar. De verdad éramos parecidos. Nos llegaron a decir que parecíamos hermanos por ciertos aspectos de nuestro físico y personalidad, por ejemplo, nuestros cuerpos están cubiertos de lunares y tenemos la cara larga y angulosa. Quiero creer que nuestro parecido en personalidad era la confianza que inspiramos, pero probablemente era que teníamos la misma risa boba y padecemos de una mente distraída.

Juan fue mío solo una noche. Íbamos camino a una fiesta y en la ventana del taxi la luna llena en acuario nos iba persiguiendo. Me puse borracha en la fiesta y lloré porque Juan me gustaba mucho más de lo que pensaba. Regresamos a mi casa, nos metimos a mi cuarto, y lo besé como no había besado a nadie nunca, lo traté mejor que a nadie en mi vida. Le di un beso en la frente, uno en cada párpado, en la punta de la nariz y terminé en sus labios, como si fuera un hechizo para que Juan me quisiera para siempre.

Nos quitamos la ropa uno al otro con entendimiento mutuo, nos observamos y percibimos el pudor que sentimos al mostrarnos desnudos pero el matiz azul de la luz de la luna en la oscuridad de mi cuarto nos ayudó a cubrirnos un poco y nos acariciamos muy suave para dejar de lado esa vergüenza que uno siente al mostrarse vulnerable ante alguien por primera vez. Hicimos el amor lento y tierno. Al terminar dormimos con nuestras frentes pegadas. Yo me dormí mucho más tarde porque no podía dejar de ver la cara de Juan, que se veía pacífico y satisfecho con media sonrisa en sus labios. Tampoco podía dejar de ver la piel de Juan que parecía plateada por la luz lunar que invadía mí cuarto, como si necesitara ser testigo de lo que había estado observando desde que nos iluminó en el taxi. Pensé que nunca más volvería a sentir tanta calma y recé para que mi cruz de besos funcionara y me dejaran quedarme con Juan por más tiempo.

Una semana después le leí las cartas a Juan y supe que me iba a dejar. La emperatriz al revés en el lado izquierdo, la sacerdotisa a la derecha y en medio el colgado. Juan me iba a dejar porque había otra en su vida. Otra que tenía más importancia y tiempo, ella era una emperatriz y yo una simple sacerdotisa con sus cartitas y sus cristales.

El problema es que conocí a Juan en una ciudad donde todo lo que conocía era a Juan. Sólo Juan.

Todo era Juan esto o Juan aquello. Los amigos de Juan, la escuela de Juan, la colonia donde vive Juan, el parque en la colonia donde vive Juan. El bar que frecuenta Juan. El carro del papá de Juan.

La música de Juan, los proyectos de Juan. La ex novia de Juan. El buzón de voz de Juan. Los mensajes de Juan en la madrugada.

Juan. Juan. Juan.

Las cartas nunca se equivocan y Juan me fue dejando poco a poco. Su interés se iba haciendo menos y sus llamadas aún menos. Las noches se hacían más tristes porque cada que pasaba un día sin que Juan me buscara también pasaba un día menos en la ciudad de Juan y las diferentes fases de la luna nomás no alumbraban mi cuarto como cuando estaba Juan.

Yo quería ser la novia de Juan. Quería quedarme más tiempo con Juan.

Hubo un tiempo en el que todo lo que quería era gritar su nombre, ir a su casa y quebrar un envase de caguama por haber hecho todo lo contrario de lo que mi corazón estaba seguro que haría. Gritar a todo pulmón hasta que saliera de su casa y me dijera que va a hacer todo lo que yo quería que hiciera y todo lo que me dijo que iba a hacer pero que no hizo porque al fin decidió que si me ama.

No pedía mucho, yo solo quería que Juan me llevara al cine. Comer nieve con Juan. Ir a patinar con Juan. Ver las estrellas con Juan. Exprimir cada momento que me quedaba en la ciudad de Juan, con Juan.

Por mi bien me forcé a abandonar la idea de que Juan volvería, el impulso de pasar por su casa, de mandarle un mensaje. Dejé de preguntarle a los amigos de Juan por Juan. Me fui de la ciudad de Juan. Pasaron años sin ver a Juan, pero no logré deshacerme de el por completo. Ahora tengo un gato negro que va y viene cuando quiere. Lo bauticé Juan.

Juan. Juan. Juan.




 

 

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